Gobernar es C O O R D I N A R
El egocentrismo no superado de mucha gente les hace creer que gobernar es reinar. O, mejor: darse el gustazo de ser rey, de tener facultad para hacer lo que se le da la gana, sin tener que rendir cuentas, ni tener que informar a nadie;, y, además, gozar de la adulación circundante, que amortigua como una capa espesa de miel, todos los ruidos y quejumbrosidades de los sometidos.
Pero, a poco que se piense, se verá que hoy -sigloXXI-, cuando todo el mundo habla de "democracia", de "res publica", y está convencido de que le cabe alguna participación en la conducción de las instituciones comunes, porque ha visto cómo se paga la improvisación fraudulenta en la administración de los bienes públicos, se impone ajustar un poco el concepto.
El gobierno (comunitario, provincial o nacional) está llamado a hacer todo lo que, individualmente, ningún ciudadano podría hacer por sí mismo. Pero -adviértase- que si bien no puede hacerlo, está obligado a pagar con sus esfuerzos cotidianos y permanentes.
Luego, quien gobierna es un coordinador obligado de las contribuciones -de toda índole- que realizan los ciudadanos.
Y, por tanto, debe reunir las condiciones que corresponden a un coordinador. Ya no es más el niñito o adolescente mimado que pega cuatro gritos si está de mal talante o alguien lo contradice. Ahora, como el director de una orquesta (con millones de músicos), es el encargado de armonizar la andanada de dedicaciones particulares diversas, para que todas ayuden a consolidar el bien común.
Si este símil se ve claro, automáticamente también se podrán comprender muchos conceptos que hacen a la vida en común, y que hoy parecemos no percibir con nitidez.
¿Hay ciudadanos sin trabajo? ¿Falta energía? ¿El miedo prevalece sobre la confianza mutua? ¿Los bienes públicos (riquezas minera y forestal, por ejemplo) son saqueados por invasores internacionales? ¿La salud de la gente se deteriora por la contaminación? ¿Hay desnutrición infaltil?, ¿gente bajo la línea de pobreza? ¿El narcotráfico (asesino despiadado) prospera con toda facilidad?, etc., etc. ¿DÓNDE ESTÁN LOS COORDINADORES? ¿QUIÉNES ORGANIZAN Y CONDUCEN LAS ACCIONES CONJUNTAS CONTRA EL DELITO? ¿QUIÉNES ASEGURAN QUE NO FALTE TRABAJO?
sábado, 20 de octubre de 2007
viernes, 5 de octubre de 2007
En la búsqueda de una REFORMA POLÍTICA profunda
DESARROLLO PERSONAL Y COMUNIDAD
Autoridad y promoción personal
Con su nacimiento, el individuo ingresa en el grupo mínimo que constituye con sus padres. A partir de ese momento, irá haciéndolo en nuevos y nuevos grupos: cara a cara y pequeños al principio, y paulatinamente más grandes: desde los parientes inmediatos, los compañeros del jardín y de la escuela, los amigos del barrio o del club, los vecinos, la secundaria, la universidad, la institución en la que consigue empleo, la empresa que forma con otros socios, la peña folclórica... y, de alguna forma, como abarcándolas a todas y en el extremo de los grupos más vastos, el municipio, la provincia o estado, la nación...[1]
La sociabilidad le lleva, entonces, desde el grupo familiar -fuertemente personal e íntimo-, al grupo comunitario, en el cual debe entenderse con un número grande de personas que no le conocen y a las que él no conoce; pero personas que, aun sin verse, comparten objetivos y articulan esfuerzos con él.
El dinamismo de todo grupo humano –pequeño o grande- es encauzado en ciertas y determinadas direcciones, para el logro de objetivos que, de alguna forma, son compartidos por los miembros. Ese dinamismo es iniciado, alentado y orientado –en forma regular y sistemática o en forma circunstancial- por algún conductor.
Por vía analógica puede afirmarse que entre familia e hijo existe un vínculo similar al que se establece entre comunidad y ciudadano: en uno y otro caso, cabe suponerse que una institución receptiva brinda a alguien las condiciones necesarias para vivir de la mejor manera posible.
La figura paterna queda representada, en escala social extrafamiliar, por la persona del líder o gobernante: de quien provee coordinación para asegurar la integración de los individuos en la estructura comunitaria.
Si al padre le cabe el compromiso de asegurar a su hijo los básicos requisitos de afecto, alimento, abrigo, educación y protección frente a los factores circundantes que podrían dañar, a los líderes extrahogareños les compete asegurar las condiciones sociales apropiadas para facilitar la integración del sujeto a sus respectivos grupos, en los que encontrará seguridad y posibilidades de desarrollo. En la comunidad: falta de trabajo (imposibilidad de valerse por sus propios medios), necesidad de emigración, riesgo de ser víctima de delincuentes son, por tanto, fallas groseras en el desempeño del liderazgo comunitario.
Lo que el progenitor y la conducción social ponen a disposición de sus conducidos podría caracterizarse como patrimonio parental y patrimonio comunitario respectivamente. Ambos brindan un entorno personal determinado, cosas (objetos y materiales), normas e instituciones. Las personas, ajustándose a normas que les permiten legitimar expectativas recíprocas, configuran el ámbito humano por excelencia. Las cosas, constituyen aquello con lo cual el individuo podrá proveer a sus necesidades y deseos y, en su momento, asumir la atención de otros. Las normas, le indican cómo hacer para evitar problemas interpersonales y problemas de realización. Las instituciones –conjunción armónica de personas, cosas y normas- le brindan acogimiento, aliento y permanente invitación a coincidir con otros (en el trabajo, en el ocio).
En ambos casos de vínculos se trata de a alguien que tiene más y provee a alguien que tiene menos. Desde la perspectiva de éste, el primero se constituye en fuente personal de bienes gratuitos (no sujetos a retribución) y reviste el carácter de "autoridad": con facultad para prescribir qué hacer, cómo y cuándo. El padre es reconocido como autoridad por el hijo y, entonces, es obedecido. El gobernante ayuda a articular los esfuerzos de sus gobernados, sabe -se supone, mejor que éstos- qué hay que hacer y toma decisiones. Ellas son acatadas porque los gobernados reconocen al gobernante como autoridad: valoran el bien que de sus decisiones les viene. “La autoridad se refiere a una relación interpersonal en la que una persona es considerada superior a otra”, ha dicho Fromm[2]
Philipp Lersch[3] reconoce en el desarrollo[4] personal tres grandes etapas: la del ser-para-sí, la del ser-con-otros y la del ser-para-otros amoroso. Esta última etapa se alcanza sólo cuando el sujeto logra un excedente de bondad (recursos, experiencia como conocimiento de normas, capacidad de dedicación amorosa). Recién entonces, está en plena condición de bastarse a sí mismo y, además, atender a las necesidades de otros. Quien alguna vez fue sólo hijo (ser-para-sí) accedería, de esta manera, a la posibilidad de ser progenitor que es una de las formas del ser-para-otros.
No puede extrañar que en estos tiempos de relativismos y negociaciones, en los que prevalecen los valores utilitarios y la justicia retributiva pasa a ser virtud excelsa, resulte difícilmente comprensible que en la función gobernante se reclame la presencia nuclear de un ingrediente amoroso: la capacidad de ayudar a construir lo no exclusivamente propio y hacerlo de manera incondicional, gratuitamente.
Si a la condición de hijo (y a la de gobernado) le corresponde el servirse de, a la condición de padre (y a la de gobernante), le corresponde el servicio a. A esto se refiere la actitud de servicio frecuentemente reclamada hoy de quienes gobiernan.
El desarrollo del hijo se da, de esta manera, como un proceso de superación de la dependencia inicial: el logro de un cierto nivel de autonomía, entendida ésta como capacidad de satisfacer sus propios requerimientos personales. Cuando esta capacidad se supera todavía más y el sujeto alcanza capacidad de prestar servicio no sumiso, sino amoroso[5], aparece auténticamente la posibilidad de paternidad humana.
En igual forma, el desarrollo del sujeto socialmente conducido puede ser visto como un avance en la capacidad de atender a sus propias necesidades, prescindiendo de toda clase de "asistencia social". Y, tras esa autonomía -retomando la analogía entre liderazgo político y paternidad-, un paso más lo da el sujeto cuando consigue servir a la necesidad de coordinación que tienen sus congéneres, cuando accede a la función de colaborar en la concertación social.
Así las cosas, nuestro planteo del desarrollo social del sujeto (familiar y comunitario) parte de una neta asimetría inicial entre conducido (que se sirve de) y conductor (que sirve a), y culmina –precisamente- en la asunción de las funciones donantes de paternidad y de conducción política.
Pero, sin duda, este planteo tiene mucho de despliegue teórico: la realidad nos muestra gente que, sin haber alcanzado el esperado desarrollo, por una mera cuestión de madurez biológica, se siente con derecho a asumir papeles de adulto humano.
De esa prematuridad personal para el desempeño de la función conductora, resultan padres y gobernantes impacientes, autoritarios, despóticos, violentos; padres posesivos y gobernantes que se resisten a terminar sus mandatos y hacen cualquier cosa por perpetuarse en el poder; padres que usan a sus hijos para mejorar sus propios ingresos[6] o satisfacer sus vocaciones frustradas y gobernantes que empobrecen a sus gobernados mientras ellos mismos se enriquecen y lo hacen sin límites. No sólo no asumen el papel desarrollado del donante, sino que se arrellanan en una insuficiencia pretenciosa.
La alta frecuencia de estos egocentrismos trasnochados no es óbice para que atribuyamos carácter patológico a los casos de inmadurez crónica: máxime cuando ellos sofocan, cuando pretenden el sometimiento de otros sin el más mínimo escrúpulo por el desarrollo que a estos otros se les impide. Se trata de subdesarrollados que condenan a otros al subdesarrollo. Y esto podría explicar –en muy buena medida- el primitivismo todavía presente y patente en el devenir político de la humanidad.
Hacerse colgar el rótulo de "autoridad", no es tener autoridad. En estos casos de real usurpación del poder (padres y gobernantes incapaces de asumir una real actitud de servicio), debería hablarse –con más propiedad- de "pseudoautoridad".
En “¿Tener o ser?”, Fromm distingue dos tipos de autoridad en correspondencia con la autoridad genuina y la falsa autoridad que aquí esbozamos. Y lo hace al afirmar: “La autoridad racional se basa en la capacidad, y ayuda a desarrollarse a la persona que se apoya en ésta. La autoridad irracional se basa en la fuerza y explota a la persona sujeta a ésta.” [7]
Así como la autoridad racional del padre ayuda al hijo a avanzar paulatinamente hacia la autonomía de la madurez personal, la autoridad racional del gobernante está, esencialmente, comprometida con la prosperidad de su gobernado en su calidad de ser social. O, más precisamente: con el afianzamiento de su autonomía, base insoslayable de la libertad que todo el mundo exige y pregona como derecho humano esencial.
El concepto de “autoridad” alude –siempre- a una diferencia cualitativa personal, a una distancia. Pero, mientras la autoridad racional se afirma en la reducción paulatina de esa distancia, la autoridad irracional se consolida aumentando, remarcando la distancia que media entre ella y el subordinado.
Lo primero se patentiza, por ejemplo, en los buenos padres y maestros que procuran acercar al hijo o al alumno a sus propios niveles de superioridad, transfiriendo lo que a ellos mismos les ha conferido superioridad: “crece” y, aun, “supérame” podrían ser los mandatos implícitos en su acción formativa.
Lo segundo se patentiza en los padres que humillan a sus hijos y en los gobernantes que crecen en soberbia y poder, a expensas de sus gobernados: reduciéndolos a la condición de seres despreciables, no escuchables, indignos de todo derecho[8]: “no crezcas”, “no me superes” y, aun, “no vivas”, podrían referirse como mandatos implícitos en el accionar cotidiano de la autoridad irracional.
A pesar del rechazo que esto pueda provocar, debe admitirse que los casos de autoridad irracional son y han sido siempre -con mucho- los más frecuentes.
[1] Designaremos a éstos, como “comunidad” o, por referencia a la organización del gobierno, “grupos políticos”.
[2] FROMM, Erich: “El miedo a la libertad”, Buenos Aires, Paidós, 1964.
[3] LERSCH, Philipp: “La estructura de la personalidad”. Barcelona, Scientia, 1964.
[4] “Desarrollo”: proceso por el cual el sujeto, abriéndose a la realidad, va superando su inicial arrollamiento sobre sí.
[5] La dedicación amorosa es en su esencia, desinteresada: quien da NO espera retribución.
[6] Niños vendidos, colocados en el servicio doméstico, pastores, labriegos, trabajadores en las minas de carbón, limosneros, etc.
[7] FROMM, Erich: "¿Tener o ser?". México, Fondo de Cultura Económica, 1987. Pág.51.
[8] Es interesante relacionar esta descalificación con la magnitud socioeconómica que se define como “diferencia entre ingresos máximos e ingresos mínimos”, en tanto los primeros corresponden a quienes detentan cargos de conducción.
Autoridad y promoción personal
Con su nacimiento, el individuo ingresa en el grupo mínimo que constituye con sus padres. A partir de ese momento, irá haciéndolo en nuevos y nuevos grupos: cara a cara y pequeños al principio, y paulatinamente más grandes: desde los parientes inmediatos, los compañeros del jardín y de la escuela, los amigos del barrio o del club, los vecinos, la secundaria, la universidad, la institución en la que consigue empleo, la empresa que forma con otros socios, la peña folclórica... y, de alguna forma, como abarcándolas a todas y en el extremo de los grupos más vastos, el municipio, la provincia o estado, la nación...[1]
La sociabilidad le lleva, entonces, desde el grupo familiar -fuertemente personal e íntimo-, al grupo comunitario, en el cual debe entenderse con un número grande de personas que no le conocen y a las que él no conoce; pero personas que, aun sin verse, comparten objetivos y articulan esfuerzos con él.
El dinamismo de todo grupo humano –pequeño o grande- es encauzado en ciertas y determinadas direcciones, para el logro de objetivos que, de alguna forma, son compartidos por los miembros. Ese dinamismo es iniciado, alentado y orientado –en forma regular y sistemática o en forma circunstancial- por algún conductor.
Por vía analógica puede afirmarse que entre familia e hijo existe un vínculo similar al que se establece entre comunidad y ciudadano: en uno y otro caso, cabe suponerse que una institución receptiva brinda a alguien las condiciones necesarias para vivir de la mejor manera posible.
La figura paterna queda representada, en escala social extrafamiliar, por la persona del líder o gobernante: de quien provee coordinación para asegurar la integración de los individuos en la estructura comunitaria.
Si al padre le cabe el compromiso de asegurar a su hijo los básicos requisitos de afecto, alimento, abrigo, educación y protección frente a los factores circundantes que podrían dañar, a los líderes extrahogareños les compete asegurar las condiciones sociales apropiadas para facilitar la integración del sujeto a sus respectivos grupos, en los que encontrará seguridad y posibilidades de desarrollo. En la comunidad: falta de trabajo (imposibilidad de valerse por sus propios medios), necesidad de emigración, riesgo de ser víctima de delincuentes son, por tanto, fallas groseras en el desempeño del liderazgo comunitario.
Lo que el progenitor y la conducción social ponen a disposición de sus conducidos podría caracterizarse como patrimonio parental y patrimonio comunitario respectivamente. Ambos brindan un entorno personal determinado, cosas (objetos y materiales), normas e instituciones. Las personas, ajustándose a normas que les permiten legitimar expectativas recíprocas, configuran el ámbito humano por excelencia. Las cosas, constituyen aquello con lo cual el individuo podrá proveer a sus necesidades y deseos y, en su momento, asumir la atención de otros. Las normas, le indican cómo hacer para evitar problemas interpersonales y problemas de realización. Las instituciones –conjunción armónica de personas, cosas y normas- le brindan acogimiento, aliento y permanente invitación a coincidir con otros (en el trabajo, en el ocio).
En ambos casos de vínculos se trata de a alguien que tiene más y provee a alguien que tiene menos. Desde la perspectiva de éste, el primero se constituye en fuente personal de bienes gratuitos (no sujetos a retribución) y reviste el carácter de "autoridad": con facultad para prescribir qué hacer, cómo y cuándo. El padre es reconocido como autoridad por el hijo y, entonces, es obedecido. El gobernante ayuda a articular los esfuerzos de sus gobernados, sabe -se supone, mejor que éstos- qué hay que hacer y toma decisiones. Ellas son acatadas porque los gobernados reconocen al gobernante como autoridad: valoran el bien que de sus decisiones les viene. “La autoridad se refiere a una relación interpersonal en la que una persona es considerada superior a otra”, ha dicho Fromm[2]
Philipp Lersch[3] reconoce en el desarrollo[4] personal tres grandes etapas: la del ser-para-sí, la del ser-con-otros y la del ser-para-otros amoroso. Esta última etapa se alcanza sólo cuando el sujeto logra un excedente de bondad (recursos, experiencia como conocimiento de normas, capacidad de dedicación amorosa). Recién entonces, está en plena condición de bastarse a sí mismo y, además, atender a las necesidades de otros. Quien alguna vez fue sólo hijo (ser-para-sí) accedería, de esta manera, a la posibilidad de ser progenitor que es una de las formas del ser-para-otros.
No puede extrañar que en estos tiempos de relativismos y negociaciones, en los que prevalecen los valores utilitarios y la justicia retributiva pasa a ser virtud excelsa, resulte difícilmente comprensible que en la función gobernante se reclame la presencia nuclear de un ingrediente amoroso: la capacidad de ayudar a construir lo no exclusivamente propio y hacerlo de manera incondicional, gratuitamente.
Si a la condición de hijo (y a la de gobernado) le corresponde el servirse de, a la condición de padre (y a la de gobernante), le corresponde el servicio a. A esto se refiere la actitud de servicio frecuentemente reclamada hoy de quienes gobiernan.
El desarrollo del hijo se da, de esta manera, como un proceso de superación de la dependencia inicial: el logro de un cierto nivel de autonomía, entendida ésta como capacidad de satisfacer sus propios requerimientos personales. Cuando esta capacidad se supera todavía más y el sujeto alcanza capacidad de prestar servicio no sumiso, sino amoroso[5], aparece auténticamente la posibilidad de paternidad humana.
En igual forma, el desarrollo del sujeto socialmente conducido puede ser visto como un avance en la capacidad de atender a sus propias necesidades, prescindiendo de toda clase de "asistencia social". Y, tras esa autonomía -retomando la analogía entre liderazgo político y paternidad-, un paso más lo da el sujeto cuando consigue servir a la necesidad de coordinación que tienen sus congéneres, cuando accede a la función de colaborar en la concertación social.
Así las cosas, nuestro planteo del desarrollo social del sujeto (familiar y comunitario) parte de una neta asimetría inicial entre conducido (que se sirve de) y conductor (que sirve a), y culmina –precisamente- en la asunción de las funciones donantes de paternidad y de conducción política.
Pero, sin duda, este planteo tiene mucho de despliegue teórico: la realidad nos muestra gente que, sin haber alcanzado el esperado desarrollo, por una mera cuestión de madurez biológica, se siente con derecho a asumir papeles de adulto humano.
De esa prematuridad personal para el desempeño de la función conductora, resultan padres y gobernantes impacientes, autoritarios, despóticos, violentos; padres posesivos y gobernantes que se resisten a terminar sus mandatos y hacen cualquier cosa por perpetuarse en el poder; padres que usan a sus hijos para mejorar sus propios ingresos[6] o satisfacer sus vocaciones frustradas y gobernantes que empobrecen a sus gobernados mientras ellos mismos se enriquecen y lo hacen sin límites. No sólo no asumen el papel desarrollado del donante, sino que se arrellanan en una insuficiencia pretenciosa.
La alta frecuencia de estos egocentrismos trasnochados no es óbice para que atribuyamos carácter patológico a los casos de inmadurez crónica: máxime cuando ellos sofocan, cuando pretenden el sometimiento de otros sin el más mínimo escrúpulo por el desarrollo que a estos otros se les impide. Se trata de subdesarrollados que condenan a otros al subdesarrollo. Y esto podría explicar –en muy buena medida- el primitivismo todavía presente y patente en el devenir político de la humanidad.
Hacerse colgar el rótulo de "autoridad", no es tener autoridad. En estos casos de real usurpación del poder (padres y gobernantes incapaces de asumir una real actitud de servicio), debería hablarse –con más propiedad- de "pseudoautoridad".
En “¿Tener o ser?”, Fromm distingue dos tipos de autoridad en correspondencia con la autoridad genuina y la falsa autoridad que aquí esbozamos. Y lo hace al afirmar: “La autoridad racional se basa en la capacidad, y ayuda a desarrollarse a la persona que se apoya en ésta. La autoridad irracional se basa en la fuerza y explota a la persona sujeta a ésta.” [7]
Así como la autoridad racional del padre ayuda al hijo a avanzar paulatinamente hacia la autonomía de la madurez personal, la autoridad racional del gobernante está, esencialmente, comprometida con la prosperidad de su gobernado en su calidad de ser social. O, más precisamente: con el afianzamiento de su autonomía, base insoslayable de la libertad que todo el mundo exige y pregona como derecho humano esencial.
El concepto de “autoridad” alude –siempre- a una diferencia cualitativa personal, a una distancia. Pero, mientras la autoridad racional se afirma en la reducción paulatina de esa distancia, la autoridad irracional se consolida aumentando, remarcando la distancia que media entre ella y el subordinado.
Lo primero se patentiza, por ejemplo, en los buenos padres y maestros que procuran acercar al hijo o al alumno a sus propios niveles de superioridad, transfiriendo lo que a ellos mismos les ha conferido superioridad: “crece” y, aun, “supérame” podrían ser los mandatos implícitos en su acción formativa.
Lo segundo se patentiza en los padres que humillan a sus hijos y en los gobernantes que crecen en soberbia y poder, a expensas de sus gobernados: reduciéndolos a la condición de seres despreciables, no escuchables, indignos de todo derecho[8]: “no crezcas”, “no me superes” y, aun, “no vivas”, podrían referirse como mandatos implícitos en el accionar cotidiano de la autoridad irracional.
A pesar del rechazo que esto pueda provocar, debe admitirse que los casos de autoridad irracional son y han sido siempre -con mucho- los más frecuentes.
[1] Designaremos a éstos, como “comunidad” o, por referencia a la organización del gobierno, “grupos políticos”.
[2] FROMM, Erich: “El miedo a la libertad”, Buenos Aires, Paidós, 1964.
[3] LERSCH, Philipp: “La estructura de la personalidad”. Barcelona, Scientia, 1964.
[4] “Desarrollo”: proceso por el cual el sujeto, abriéndose a la realidad, va superando su inicial arrollamiento sobre sí.
[5] La dedicación amorosa es en su esencia, desinteresada: quien da NO espera retribución.
[6] Niños vendidos, colocados en el servicio doméstico, pastores, labriegos, trabajadores en las minas de carbón, limosneros, etc.
[7] FROMM, Erich: "¿Tener o ser?". México, Fondo de Cultura Económica, 1987. Pág.51.
[8] Es interesante relacionar esta descalificación con la magnitud socioeconómica que se define como “diferencia entre ingresos máximos e ingresos mínimos”, en tanto los primeros corresponden a quienes detentan cargos de conducción.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)